Sobre la base de las siguientes imágenes, redacte una caracterización para cada personaje.
Siempre con la envoltura elegantemente perfecta sólo comparable con su rigurosa belleza. Una belleza que siempre iba acompañada de una fantástica y mayúscula inteligencia. Siempre con ese carácter intrépido que no la salvaba de ningún problema, travesura, castigo. Había sido así siempre y siempre lo sería: extremamente severa con ella misma, pero cómplice de los demás. Su voluntad por mantener las narices lejos de todo aquello que no debía competerle era semejante a su figura refinadamente delgada y esos ojos pronunciados sólo confirmaban esa hiperactividad que solía mantener desde siempre: no podía ocultarla, incluso detrás de excesivo maquillaje, descarado lápiz labial y rulos tan atractivos como milimétricamente ordenados. Jane estaba al borde de sus treinta, pero tenía la certeza de que esa forma de ser le iba a durar, posiblemente, hasta los 70 o hasta cuando las fuerzas ya no le permitan inmiscuirse en lo que no debe.
Con el camino desgastado y el cuerpo sin ganas, día tras día, Sussane intentaba sobrevivir. Parecía la única criatura creada de tan sólo media costilla, de un par de huesos astillados. Le agotaba vivir, pensar, seguir. Su patética flaqueza no le gustaba ni a ella, ni a los demás. De hecho, su configuración no era, precisamente, la de una tonificada modelo, más bien parecía una cría prematura relamida muchas veces por su madre. Se sentía indefensa, de carácter endeble, mínima. Los demás nunca la habían entendido y tampoco habían intentado hacerlo. Probablemente, ni siquiera ella se entendía. Era incierta y si no hubiese sido por ese “cuasi cuerpo” que la ocultaba quizá le hubiere sido difícil manejar ese miedo y sumisión que todos confundían con rareza e idiotez. Tal vez, lo único que la enorgullecía era su peculiar par de ojos tan claros como ingenuos. Ellos sólo mostraban una cosa: su poco sentido de maldad que hasta sus veinticuatro años mantenía.
La seducción encarnada se vislumbraba en sus tiernos ojos y fornido cuerpo: esa inusual combinación que encandila a tantas y genera bilis en tantos otros. Sus cabellos confusos sólo incrementaban su atractivo y su ego. Ego del cual no se sentía culpable porque sabía que la robustez de éste se debía a los demás y no a él. Así era el egocéntrico Ray. Poco interesado en nada que no se tratase de él. Despreocupado de aquellos con los que nunca se comprometía, aquellos que, siempre, lo miraban de abajo hacia arriba, donde el asumía que debía estar: en lo más alto, en la cumbre, donde no caben dos. A su menuda edad, apenas treinta y seis años, se sentía poderoso, consiguiendo siempre lo que quería sin voluntad suya, pero sí con mucho impulso de los demás. Su piel tostada y extranjera era otra señal de esa vida tan “sobrellevada” que mantenía. Sin pliegues, sin huellas, sin angustias, sin miedos, sin expresión. Ray no había buscado esta vida, pero no le molestaba tenerla.
SHIRLEY KOHATSU
Amanda no le teme a nada. Es demasiado orgullosa para siquiera sentir miedo. Implacable y despiadada como su padre. Hermosa y elegante como su madre. Todas las tardes se dirige al mismo café ubicado a tres cuadras de su casa y toma asiento en la misma mesa, con un cigarrillo en la mano y con la mirada clavada en algún punto del pavimento del frente. A donde vaya, lleva un sombrero Fedora que se ajusta a la perfección con esos trajes que su fallecido marido le obsequió (y al mismo que ella asesinó). Entonces, recuerda la sangrienta y excitante escena y las comisuras de sus labios se tuercen en una espeluznante sonrisa que sólo deja salir una vez por día en honor al crimen que cometió. Las súplicas, los gritos, el inquietante sonido del cuchillo atravesar la piel, la sangre salpicar su rostro, seguidos del llanto ajeno para finalizar con sus carcajadas, opaca el ruido de los coches, volviéndolo sólo un insignificante zumbido frente al concierto de memorias que corrompen la cordura de Amanda. De pronto, un hombre le habla y ella regresa. Abre su bolso y deja tres monedas en la mesa. Inicia el camino de vuelta a casa. Rafael llegará pronto y ella, Amanda, debe tener todo listo de nuevo. Tal vez, mañana su sonrisa se prolongue por un rato más.
No hacía otra cosa más que observar. Toda la vida había hecho lo mismo mientras se sentía fenecer cada mañana y eso, de todas formas, a nadie le importaba. Harry sólo procuraba devolver lo que por tantos años había recibido: indiferencia. Ver cómo unos metros más allá una mujer era agredida por su marido, no merecía mayor atención. Sus padres solían vivir así y no fue hasta que uno de los dos murió que la paz y la miseria lograron instalarse por cierto tiempo en su casa y de ambas, la única que todavía se negaba a abandonarlo era la segunda. Más allá, oculto entre las patas del caballo del marido, un niño asustado y con la nariz sangrando, imitaba con una expresión más temerosa la misma acción de Harry, observar. Durante años y hasta hoy, no sabía cuánto de privilegio tenía el encontrarse con un espectáculo como ese a diario. Harry había sido privado de uno de sus sentidos, por lo tanto, desconocía el galope de los caballos, el sonido del disparo de un arma, los latidos de su corazón, la voz de su madre y los gritos de esos dos individuos de en frente, ofendiéndose. Pero aún así, era un conocedor del odio y de lo que el llanto de un niño significaba. Harry sonrió y se recostó en la vieja banca de madera con los ojos cerrados. Fue la única vez que sintió la ligera necesidad de compartir su desdicha con alguien más, pero era la enésima oportunidad que comprobaba que la ilusoria vida deseada la encontraba en su mente, mientras que la atenazante muerte sólo era posible con el abrir de sus ojos. Y entonces, la misma pregunta llegaba a instalarse en ese inhóspito lugar: ¿por cuál valía la pena vivir o por cuál, morir?
El tiempo se había encargado de zurcirle el alma a un ritmo tan lento que de haberse tardado más, hubiese podido olvidar incluso su propio nombre. Sabía que era imposible, pero sabía también, que la locura no era su mejor aliada; es por eso que durante su exilio, Machete decidió no caer en las redes de esa tentadora embustera. No debía olvidar su objetivo. No podía ignorar su destino. Había sobrevivido con una sola finalidad: regresar. Llevaba el cabello hasta los hombros para disimular la ausencia de una de sus orejas, la cual tuvo que sacrificar por un plato de comida. En cada línea que surcaba su rostro, el esclavizante pasado le recordaba que su desgracia era tan grande que para él toda esperanza había sido liquidada. Un canoso bigote contorneaba la curvatura de sus labios secos y afligidos que se habían negado, hace mucho, a ser parte de una efímera sonrisa. Machete cojeaba desde hace cinco años, y su aspecto de ex convicto no generaba un buen recibimiento del país que lo vio nacer. De pronto, se detuvo en la acera y se dispuso a cruzar la autopista pero, al frente, un intempestivo recibimiento que le dio una joven mujer a tres personas en la puerta de su casa, lo impactó. Había soñado con ese recibimiento por años y ahora sólo podía limitarse a envidiar. De pronto, la mujer levantó la cabeza y Machete se quedó inmóvil. Luego de tantos años de deambular a medio vivir, había olvidado lo que era que te tiemblen las piernas y se te entuma la garganta a causa de una sola mirada. La mujer cerró la puerta y Machete retrocedió unos pasos. Su regreso, había valido la pena.